sábado, 25 de mayo de 2024

 

   CREAR ES MEJOR QUE DESTRUIR

 fotos: Ladis

La manía que tienen algunas ideologías de destruir las cosas que les molestan es, a todas luces, patológica. Ha pasado, pasa y seguirá pasando. No hay más que recordar la ominosa destrucción ideológica de los budas de Bamiyán o la voluntad de algunos partidos españoles de destruir la grandiosa cruz del Valle de Cuelgamuros, por poner sólo dos ejemplos.

No escapa a esta corriente nuestro fútil ministro de cultura, Urtasun, que lleva a cabo su gestión preñado de una ideología caduca: donde quiera que haya gobernado, o gobierna, su hartera forma de pensar solo ha dejado miseria y destrucción (Corea del Norte, Cuba, Nicaragua, Venezuela, la URSS y su esfera socialcomunista...); no hay más que pasear por países exsoviéticos de la Unión Europea y observarás fácilmente las décadas de atraso socioeconómico que aún arrastran.

Pues bien, el Sr. Urtasun se deja caer con que va a eliminar (¿se dice así?) el Premio Nacional de la Tauromaquia. 

El prócer de la cultura quiere acabar con una de las señas culturales más importantes que tiene España, heredada de tiempo inmemorial, solo porque a su Señoría no le gustan los toros y los ve como tortura animal.

Está claro que él lo puede ver como quiera, es su libertad, pero que pretenda coartar la de millones de aficionados parece que va más en la línea de los talibán de Bamiyán: como a mí no me gusta y tengo el poder, lo destruyo.

En defensa de la tauromaquia he oído que el toro no sufre porque no siente el dolor. Eso no es cierto, el dolor es un mecanismo fisiológico que tienen los seres vivos para indicar que algo no anda bien y defenderse de situaciones comprometidas. Y lo tenemos todos los animales superiores (entiéndase lo de superiores en el sentido que usa la biología). A los bovinos le duele cualquier parte del cuerpo como a nosotros, otra cosa es que en el fragor de la batalla (la lidia) su nivel de adrenalina y de otros neurotransmisores haga subir considerablemente el umbral del dolor. Eso también nos pasa a nosotros, que en la lucha las heridas apenas nos duelen.

El asunto tortura es otro mantra comunista (¡parece mentira, tortura y comunismo!). Sin entrar en detalles del derecho, el fin de una corrida de toros o de una tienta (excluyo aquí la mayoría de los festejos populares donde no se hiere a los animales) es puramente zootécnico: valorar la bravura de las reses. 

Y de paso hacer arte del peligro (y además a más peligro, más valor tiene ese arte). Precisamente, como es una valoración técnica de las aptitudes del animal, debe seguirse una precisa secuencia también técnica que tiene su razón de ser.

Hay que decir que, al toro bravo, desde que nace y hasta que muere, se le muestra un gran respeto, mucho más que a cualquier otra especie animal. 

Para empezar, se pueden conocer sus ancestros hasta varias generaciones (cosa que no se puede decir de muchas personas), es decir, tiene un encaste. Se crían con sus madres en espacios espectaculares (la dehesa) hasta que se destetan de manera natural (a otros bovinos se les separa de su madre nada más nacer y viven toda su vida encerrados en corrales). Pasan su niñez y adolescencia en el medio natural acompañados de toda la camada de hermanos de su edad.

 Cuando cumplen tres años (pocos animales de renta pueden cumplir esa edad) se les separa en lotes pequeños homogéneos (llamados corridas) para cuidarlos, vigilarlos y alimentarlos de manera personalizada, ejercitándolos asiduamente.

 También el transporte a la plaza es personalizado, en camiones diseñados especialmente para ellos. Como vemos, durante toda su vida se les presta todo tipo de atenciones de salud y bienestar, mostrándole siempre un considerable respeto, respeto que llega hasta la muerte; en efecto, muchos animales que demuestran su bravura son homenajeados de dos formas, bien con la vuelta al ruedo (al igual que se hace con su matador) o incluso se les puede premiar con la vida, destinándolos a sementales.

Analicemos pues lo polémico, los espectáculos taurinos.

 En los festejos populares no hay lesiones en los animales, por lo que no existe ese aducido maltrato; es más, yo diría que los animales se divierten a costa de la gente, jugando al “corre-que-te-pillo”. Cuando el veterinario (obligatorio en este tipo de festejos como garante del bienestar animal) observa que el animal está cansado, advierte a la autoridad y ésta ordenará que sea devuelto a los corrales.

La corrida es mucho más impactante, porque ahí sí hay sangre. Pero, insisto, es una liturgia zootécnico-artística que tiene su razón de ser. Así, si no se hace de acuerdo con el protocolo prestablecido, la lidia no gusta al espectador y este protestará airadamente, a veces hasta niveles inusitados. Para prevenir esto, tradicionalmente se ha puesto como presidente a una autoridad policial.

No entraré en los múltiples argumentos culturales (que los hay de mucho peso), históricos o artísticos (que también los hay) que nos hacen ser quienes somos como una de las naciones más antiguas del mundo y de lo que estamos orgullosos (ya sé que hay algunos que no tienen ese sentimiento y tal vez por eso reniegan de todo lo que huela a España). 

Así pues, repasaré el por qué al toro se le somete en la plaza a lo que los antitaurinos llaman tortura. 

Decíamos que la corrida es una liturgia que sigue unas estrictas normas prestablecidas a fin de detectar la bravura del animal y, de paso, hacer arte efímero, como el baile o el cante. Vamos a analizar cómo se mide la bravura del toro en la plaza, porque apreciar el arte depende de la sensibilidad de cada persona. Pero, al parecer, hay personas que se atribuyen la potestad de decidir por otras qué es arte y que no.

La bravura de un toro es un concepto complejo, porque no es sólo valentía (como la define la RAE), sino que incluye además fuertes componentes de gallardía, acometividad, fijeza, repetitividad, fuerza, nobleza y trapío, todos conceptos sutiles, pero muy bien entendibles para el conocedor.

La lidia de un toro se divide en tres partes (conocidas como tercios). 

Durante el primero, el “tercio de varas”, el toro sale a la plaza con todo su ímpetu y es necesario que se centre en los engaños y poder llevarlo al caballo, en definitiva, pararlo. Esta es la primera polémica para los no entendidos. Para medir si el toro es valiente, acomete con fijeza y es noble (tiene casta), se lleva al caballo con el capote, donde se le castiga. Sí, sí castiga. Si a alguien se le castiga en un lugar y vuelve y se deja castigar es porque es bravo. Cuando eso se hace con un toro manso, al recibir la puya huye y ya no vuelve. En cambio, el bravo repite, se deja castigar. Esta es la manera más ancestral y efectiva para la selección del toro de lidia, que se cría para eso, para una muerte digna: morir luchando por su vida en la plaza.

Que nadie piense que al toro se le castiga por el hecho de verlo sufrir porque eso no es cierto. A nadie le gusta ver a un toro charolés huyendo y con el caballo detrás dándole puyazos. 

En cambio, sí es emocionante ver a un toro bravo siendo castigado empujando y metiendo los riñones en el caballo, queriendo decir “tú eres muy grande, pero aquí estoy yo que te vas a enterar”. De todos los animales conocidos, eso sólo lo hace un toro bravo. Cuando un animal como por ejemplo un león (siempre usado como paradigma de bravura) se ve herido, huye y se esconde en la maleza. El toro herido no solo no huye, sino que busca la pelea. Es un animal único en el mundo. Eso se ha conseguido a base de seleccionar genéticamente en las tientas y en la plaza.

Aquí, todos los actores de plaza (toreros, picadores y banderilleros) tienen que estar en su sitio. 

El picador principal frente a chiqueros, el lugar menos querencioso para el toro, donde recibirá el castigo si es bravo, y si no lo es huirá a otros terrenos más querenciosos, incluso en la puerta de chiqueros, por donde ha entrado y por donde querrá salir; por eso hay allí otro picador que guarda la puerta, para esos toros menos bravos. 

Cuando esta suerte está bien hecha, el aficionado lo agradece y aplaude, pero cuando no, o se pasan de castigo, siempre protesta y pita.


El espada al que corresponde su lidia pondrá el toro en la suerte, dejándolo a determinada distancia del caballo para ver características técnicas como presteza, acometividad, fijeza, estoicidad, fuerza, calidad de la embestida… Hay un subalterno encargado específicamente y responsable de la lidia de cada toro, que será quien deba sacarlo del caballo y dejarlo para que el espada (o el siguiente espada en el turno) lo pruebe y lo deje de nuevo en suerte. Será el presidente del festejo quien, aconsejado por el veterinario y un aficionado de contrastada experiencia, determine si el toro está visto para su cometido, pero asegurando siempre que no se castigue en exceso.

El “tercio de banderillas”, el segundo de los actos de la corrida se instauró para espolear al toro en una época en que la bravura aún no estaba consolidada. 

Si no fuera por la belleza de su ejecución, hoy día podría ser totalmente prescindible. En este tercio es fundamental que el subalterno responsable de la lidia no moleste al toro con capotazos inútiles, dejándolo en suerte para que un banderillero a pie, yendo al encuentro del astado, deje colocados los garapullos. Se mide aquí la acometividad, presteza y la franqueza en la embestida.

El último tercio, el “tercio de muerte” o de espada tiene dos fases bien determinadas, la faena de muleta y la suerte suprema. 

La primera sirve para preparar la segunda, aunque hoy en día se considera la más relevante de la lidia. Aquí, el espada, a solas con el toro, realiza una serie de acciones que tienden primeramente a enseñar al toro a embestir y luego a templar y modular su embestida a fin de poder ligar unos pases con otros para darle continuidad a la faena. 

Finalmente, y si la faena ha estado bien ejecutada, debe el espada poder mandar en la embestida, haciendo lo que quiera, en definitiva, dominando al animal.

Una vez aquí, el espada deberá preparar al toro para poder entrar a matar con el estoque. Este es otro punto polémico, ya que se trata del más sangriento de todos; además, el animal debe morir en público (este es uno de los argumentos más esgrimidos por los antitaurinos).

El diestro debe matar al toro lo más rápidamente posible y de una sola estocada, tanto es así que, si no lo hace, pierde los trofeos. Es muy frustrante para el espectador que entre varias veces a matar o que utilice repetidamente el verduguillo. Si hubiera, como argumentan los antitaurinos, saña o tortura, esto no ocurriría.

En definitiva, un ministro de Cultura, que debería velar por la cultura de su país, la denigra porque a él no le gusta. En vez de eliminar el Premio Nacional de Tauromaquia, lo que debería hacer es ser honesto y dimitir...



  

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